¿Evitar la guerra lingüística?, por Albert Branchadell

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El pasado 22 de diciembre el Tribunal Supremo (TS) dio a conocer tres sentencias que, más allá de resolver sendas reclamaciones particulares, suponen una desautorización del modelo lingüístico-escolar de Cataluña. Se trata del llamado "sistema de inmersión", que se caracteriza por tener el catalán como lengua vehicular y el castellano como asignatura obligatoria. Según el TS, que interpreta a su manera la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, el castellano debe ser "reintroducido" como lengua vehicular en todos los cursos de enseñanza obligatoria, en una proporción que corresponde fijar a las autoridades educativas catalanas. El entonces consejero de Educación de la Generalitat, Ernest Maragall, quitó hierro a este revés judicial, con el argumento de que el Supremo "no anula ni obliga a modificar ningún precepto ni artículo de la normativa vigente". El argumento es débil, porque tanto Maragall como su sucesora, Irene Rigau, saben que la Ley de Educación de Cataluña (LEC), que pretendía "blindar" la inmersión, está sobre la mesa del Tribunal Constitucional (TC), y después de la sentencia sobre el Estatuto es poco probable que la LEC supere incólume el escrutinio constitucional.

      La solución es apostar por alumnos trilingües, en catalán, castellano e inglés
      Pregunta: ¿qué pasará si el TC obliga a modificar algún precepto lingüístico de la LEC? El presidente de la Generalitat, Artur Mas, no se anduvo con rodeos: si le obligaran a alterar el sistema de inmersión, "tendríamos un conflicto político de primerísimo orden". En esta línea, el pasado 7 de abril la Comisión de Educación del Parlamento de Cataluña aprobó una insólita resolución en que manifiesta su "discrepancia" con el TS y llama a la "extensión" de la inmersión. El asunto es lo suficientemente grave como para que intentemos reconstruir un terreno de encuentro.
      Además de constituir un tosco ejercicio de extralimitación, suplantar al legislador catalán e ignorar la autonomía de la Generalitat, las sentencias del TS parten de una grave impostura, que consiste en dar por sentado un vínculo necesario entre el deber de conocer el castellano y la consideración del castellano como lengua vehicular, un asunto en el que la Constitución guarda silencio. Esta posición del Supremo choca con la realidad empírica: está perfectamente acreditado que el alumnado catalán alcanza una competencia completa en castellano, aunque en su vida escolar la lengua vehicular sea el catalán. No es necesario ser especialmente sutil para darse cuenta de que detrás de la argumentación del Supremo no hay argumentos estrictamente pedagógicos sino políticos: en España todo el mundo debe recibir (al menos una parte) de la enseñanza en castellano... porque estamos en España.
      El carácter vehicular del castellano no es necesario para asegurar su conocimiento entre el alumnado, pero tampoco debería ser dañino para el catalán. En este punto es donde determinadas reacciones catalanas a las sentencias del TS incurren en la sobreactuación. Organizaciones tan respetables como el Centre Unesco, el Pen Club o la Associació de Mestres Rosa Sensat emitieron un comunicado en el que protestan contra las sentencias del TS y llaman a la sociedad catalana a organizarse para responder "a este intento de genocidio lingüístico". El Supremo considera "inobjetable" la política de normalización del catalán que emana del Estatuto y de las leyes de normalización y solo reclama que el castellano sea también lengua vehicular de un sistema educativo organizado en una sola red escolar que no segrega a los alumnos por razones lingüísticas. Si esto es genocidio ya podemos deshacernos de nuestros diccionarios.
      En su discurso de investidura, Mas dijo que su apuesta sería por una escuela catalana y unos alumnos trilingües, perfectamente competentes en catalán, castellano e inglés. En Cataluña se sabe que para garantizar la competencia en inglés no bastará con una asignatura, sino que habrá que introducir el inglés como lengua vehicular. En este punto es donde la solidez de ciertas posiciones catalanas se tambalea: ¿introducir el inglés como lengua vehicular no va a arruinar el sistema de inmersión pero (re)introducir el castellano sí? ¿Dar matemáticas en castellano puede resultar letal pero hacerlo en inglés no? En Cataluña el debate tampoco es estrictamente pedagógico sino que adquiere tintes políticos: independientemente de si existen maneras alternativas de asegurar la competencia en catalán, en Cataluña todo el mundo debe recibir (toda) la enseñanza en catalán... porque estamos en Cataluña.
      Como se puede ver, lo que se plantea es un enfrentamiento entre dos postulados mutuamente contradictorios que beben del nacionalismo lingüístico. Si queremos evitar "un conflicto político de primerísimo orden", solo cabe una solución, que es apostar por alumnos trilingües en una escuela catalana trilingüe, en la que el catalán, en atención al legítimo objetivo de la normalización lingüística, sea el "centro de gravedad" (en la bella expresión del Constitucional), el castellano no quede excluido como lengua docente, y el inglés tenga la presencia necesaria para resolver el gran problema lingüístico que tiene planteado el sistema educativo catalán (y español), que no es precisamente el conocimiento del castellano sino el de la lengua global. A menos, claro está, que deseemosese conflicto político de primerísimo orden.
      Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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