JUAN CARLOS GIRAUTA
LLAMAN «mundo de la cultura», no sé por qué, a un grupo de presión comandado por aguerridos activistas y nutrido por una tropa que ahora mismo disimula. Su especialidad es la elusión de las leyes del mercado por cualquier vía: subvenciones sin cuento (es un decir), monopolización de circuitos públicos de contratación musical y teatral, universidades de verano, prescindibles conferencias, festejos municipales, danzas improbables y performances varias que paga usted. La mayoría de creadores callan, coligiéndose la existencia de un mecanismo típicamente mafioso: no hace falta que te pronuncies a favor de nuestras campañas y postulados, pero si te pronuncias en contra, a ver de qué vives. Los más imaginativos de entre esos cultos son ciertos grupos de pícaros cuyo analfabetismo funcional no les ha impedido comprender las inmensas posibilidades de la farsa que enmascara el estado catatónico de varias artes contemporáneas.
Con audacia infinita, dejan boquiabiertos a críticos tontainas con trucos de feria posmoderna, suspendiendo cuerpos desnudos y convulsos, untados de grasa, entrelazándolos sin sentido con profusión de grúas y deleitando con sustitos de monja al público más desnortado de la historia: ya saben, bestialismo, escatología, procacidades de instituto. Puestos ante un micrófono, creadores dizque vanguardistas exhiben su retórica plana e intentan énfasis de concursante de reality show: «Es una obra como muy cruda», y sandeces por el estilo. La apropiación indebida de disciplinas otrora respetables no es el peor síntoma de este cuadro de idiocia social. A fin de cuentas, siempre ha habido pícaros, y cualquiera que practique el intrusismo con tanto éxito como para ser tomado por medida de excelencia, merece una oscura admiración. Lo peor es el silencio de los grandes en cada una de las disciplinas, las décadas de aquiescencia ante la usurpación de la voz «cultura» —tan ambigua como prestigiosa— por un lobby de creadores fracasados y mantenidos a flote por afinidades políticas.
Muchos han callado porque les iba en ello su sustento, mientras sus peores colegas prestaban sus servicios a la causa de una izquierda caduca lastrada de prejuicios y manchada de castrismo, antisemitismo, antioccidentalismo. Han consentido sin decir ni pío que se exigieran cordones sanitarios a un partido democrático, que se manipularan oportunamente las más bajas pasiones, que en su día se difundieran infamias para presentar a un gobierno indeseado como una banda de criminales. A todo ello, ETA no existía. La cultura de los abajofirmantes habituales sólo es una forma sucia de política, es la mascarada de un entramado de intereses crecido por el miedo paralizante que impera en sus sectores, es la malversación sistemática de recursos públicos a mayor gloria de una superioridad moral que sólo aceptan los ignorantes y los pusilánimes. Porque hay que ser una de esas dos cosas para dar por bueno el análisis económico, geoestratégico o jurídico de cualquier gañancete que da bien en cámara. Ya verán como la forzada austeridad que viene tiene sus ventajas.
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Mariano Digital, como infatigable medio de difusión cultural, les presenta a la actriz Mimi Rogers, en una estupenda secuencia donde no existe la maldita silicona. Naturalidad, naturaleza, naturalismo, naturalmente. Gracias, Mimí, mamá. Muá.