La rapiña, por Hermann Tertsch

ES realmente mansurrón este pueblo. ¡Qué difícil irritarlo con la ofensa o el abuso! Nuestra fiereza sólo se manifiesta cuando nos despellejamos entre nosotros. Hasta nuestra resistencia épica a la invasión francesa quizás se explicara mejor con el odio a los afrancesados españoles que a las tropas extranjeras. Pero frente al poder, por zarrapastroso que éste sea, esta sociedad muestra paciencia infinita, sumisión aletargada e indolente, resignación pasota. Quienes llegan a poderosos lo saben. De ahí su proverbial falta de respeto a la ciudadanía.
De esa sumisión se nutre la osadía del poder para los peores propósitos, pero también para las mil mezquindades. En esto da muchas veces igual de qué partido o ideología hablemos. Pero los campeones suelen proceder siempre de la escuela del resentimiento. En estos últimos años, los españoles han tragado carros y carretas. La estafa ha sido permanente. Sabemos cómo empezó todo. Allí, en Atocha. «Malamente», que diría el gitano. Y ahora vemos cómo termina.

Fracasado estrepitosamente el proyecto de cambio de régimen, el aparato que creía haber llegado para quedarse, se rompe, desmorona y desparrama. Los náufragos luchan por los botes salvavidas de los cada vez más escasos cargos y carguitos. Y algunos muy claramente han decidido que más vale una vez rojo que cien amarillo y se dedican a trincar por donde pueden. Como sus aliados los «okupas» buscan acomodo usurpado. Ningún abuso les avergüenza.

Decía un poema de Rilke que la casa urge antes del otoño. Le han hecho caso, aunque confundan su nombre con una marca de ginebra. Se han hecho unas casas espectaculares, de magnate hortera, de hortelano agraciado en el juego. Y dicen pagarlas con un sueldo de político que sólo en países mileuristas como el nuestro puede resultar objeto de envidias y no resulta miserable. Todo el mundo sabe que las cuentas no salen. Los colegios de elite de los niños, las hipotecas, los coches, las vacaciones, los esquís, los cursos en el extranjero, los trajes, los abrigos, los relojes y los parientes, cuando no los caballos, no caben en esos sueldos mejorados de alto cargo de país pobre. Pero el síndrome de la oportunidad es superior a ellos. El lema es: «ahora nos toca a nosotros».

En el mundo plano de esta escuela del resentimiento, se crece en la convicción de que, al menos desde Calígula, la derecha se enriquece por malas artes. Y con el objetivo de corregir esta injusticia histórica. En la época de las grandes revoluciones redentoras, se creían ya dueños definitivos de la historia. Pero como aquello no funcionó y en la democracia siempre existe el riesgo de la alternancia y pérdida del poder, las prisas por compensar los 2.000 años de enriquecimiento de la derecha provoca serios tropiezos.
De los peores abusos ya se habla y se hablará. Los daños son ingentes, muchos quizás irreversibles. Pero tan reveladoras como las peores tropelías son las miserias más prosaicas. Y la falta de pudor y estilo. Y el alarde de la peor catadura. En su obscena desnudez. ¿Es posible, por ejemplo, que nadie le haya dicho a José Luis y a Sonsoles, que irse a vivir con multimillonarios a Somosaguas, entre Botín y Ruiz Mateos, era algo inapropiado? En los últimos días el mejor espectáculo de la vocación de rapiña y desprecio lo ha dado la ministra González-Sinde. Su gira mundial de turismo de lujo a costa del erario público ha sido un insulto a la cara de todos los españoles. A ella, está claro, a nuestra ZsaZsa Gabor de barrio con séquito, no le da vergüenza ninguna. Nos debería dar vergüenza a nosotros. Que no pase nada.

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