La segunda oportunidad de Alemania, de Timothy Garton Ash en El País


En los mismos días en los que conmemora el 22º aniversario de la caída del muro de Berlín, Alemania se enfrenta a su mayor reto exterior desde aquella liberación y unificación tan milagrosamente pacífica. De cómo maneje la crisis de la eurozona dependerá el veredicto de las futuras generaciones sobre el uso que ha hecho la primera potencia europea de lo que el historiador Fritz Stern llamó su “segunda oportunidad”. A principios del siglo XX, Alemania desperdició de forma espectacular su primera ocasión de ser una potencia económica y cultural dinámica, innovadora y ascendiente. ¿Lo hará mejor esta vez, a comienzos del siglo XXI?

El reto no es solo el que puede ver cualquier indignado votante alemán: salvar la eurozona sin abandonar los queridos principios alemanes de disciplina fiscal. Además de eso, y aunque se hable demasiado poco de esta cuestión, en Berlín existe una tarea más amplia y difícil.
Si se salva la eurozona, será en forma de unión fiscal, en gran medida con arreglo a las condiciones que desea Alemania. Un veterano político me explica que Alemania es el “hegemón de la estabilidad”. Grecia y Portugal, pero también Italia y Francia, deben “hacer los deberes” para cumplir esos estrictos criterios de disciplina presupuestaria y salarial. Para cualquiera que recuerde la vieja relación franco-alemana, cuando Helmut Kohl decía que “uno debe inclinarse siempre tres veces delante de la tricolor”, el lenguaje que emplean los alemanes ahora para hablar de su antiguo socio preferencial es sorprendente. “Francia debe decidir si quiere estar en la periferia o en el núcleo”, afirma un político. No cabe duda de quién lleva los pantalones hoy, y no es precisamente el pesado hombrecillo de París.

Seguramente, casi todos, si no todos, los 17 miembros actuales de la eurozona, incluida Italia tras Berlusconi, conseguirán permanecer y cumplir esas condiciones tan duras, aunque su práctica interna irá por detrás de la teoría. (Me extrañaría que Grecia siga siendo miembro de la eurozona en 2015). De los 10 Estados miembros de la UE que no están en la eurozona, ocho están obligados por tratado a incorporarse a ella. Si la eurozona se salva -que no está nada claro-, países como Polonia se esforzarán para formar parte de lo que consideran el núcleo duro de la UE, no solo en lo económico sino en lo político.

Eso dejaría a otros Estados miembros que, o bien podrían estar en esa unión monetaria y fiscal pero no quieren (europeos del norte como Dinamarca y Reino Unido), o querrían estar pero no podrían soportarlo (europeos del sur como Grecia). Además, hay otros países europeos (Noruega, Suiza, varios del Este) que no son miembros de la UE. Para este proyecto, el que más importa es Reino Unido, una graneconomía del norte de Europa, que acoge la City londinense, y una de las tres grandes potencias políticas europeas.

La cuestión, por tanto, aparte del problema más inmediato, es cómo encajar el reforzamiento y la conversión de la eurozona en una unión fiscal dentro de la arquitectura general de la UE y Europa en su conjunto. ¿Cómo asegurar que la unificación de la eurozona no lleve a la desunificación de la UE? Los responsables políticos alemanes tienen preparada una respuesta. Quieren que en el próximo Consejo Europeo, en diciembre, los 27 miembros de la UE inicien el proceso de negociación de una modificación del tratado de la UE. Les gustaría que la negociación esté concluida para las elecciones generales alemanas, en 2013. De esa forma, las instituciones actuales de la UE podrían encargarse, al menos en parte, de la supervisión presupuestaria de los Estados miembros de la eurozona. Y de esa forma, los demás Estados miembros, tanto los que dicen que tienen intención de unirse un día a la eurozona como los que no tienen dichos planes, tendrían algo que decir, por lo menos en el diseño de una estructura que afectará de manera inevitable a todo el mercado único.

El hombre para el que todo esto supone una tortura es David Cameron. Por un lado, está desesperado por sentarse a la mesa en Bruselas cada vez que se discuten estos asuntos. Por otro, está desesperado por evitar involucrarse en nada que pueda acabar interpretándose como más traspaso de poder a Bruselas y, por consiguiente, pueda provocar la convocatoria de un referéndum que tiene miedo de perder. Los jerarcas más astutos pueden dar una explicación jesuítica que sea la cuadratura del círculo y asegurar que el tratado de la UE que saliera de esas negociaciones solo afectaría a los miembros de la eurozona pero las bases del partido de Cameron y la prensa euroescéptica gritarán: “¡Mentira!”. Y, la verdad, tendrán razón. Cualquier profundización de la eurozona cambiará por completo la arquitectura de la UE.

Ahora bien, si Cameron se limita a decir no en diciembre, las autoridades alemanas han dicho con claridad que seguirán adelante, seguramente con un tratado aparte de “cooperación reforzada” que incluya a los 17 miembros actuales de la eurozona, o quizá con una negociación de los 24 o 25 miembros de la UE que deseen tener voz a la hora de decidir las reglas de un euroclub en el que, a diferencia de Reino Unido, ellos sí quieren entrar. El decano de los juristas de la Unión, Jean-Claude Piris, dice que ambas cosas son posibles desde el punto de vista legal.

Mientras nos precipitamos hacia este momento decisivo, tanto Reino Unido como Alemania deben detenerse a reflexionar. Reino Unido debe tomar más en serio el argumento esencial de los alemanes, que es que el tipo de disciplina presupuestaria, salarial y de deuda que ellos practican desde hace una década con tan magníficos resultados es precisamente lo que necesita Europa. ¿Cómo, si no, vamos a competir con las potencias económicas emergentes del siglo XXI y, al mismo tiempo, seguir financiando las pensiones y la sanidad de nuestras poblaciones envejecidas? En caso contrario, dice una autoridad alemana, ya podemos irnos resignando a ser como Venecia, hundiéndonos en una decadencia hermosa pero inundada. Lo irónico es que esa disciplina protestante y propia del norte de Europa es lo que el Gobierno conservador-liberal británico está tratando de ejercer en su propio país. Solo que no quiere que venga ningún Lutero a decirle cómo tiene que hacer la reforma.

Alemania, por su parte, debe preguntarse hasta qué punto es realista esperar que la mayoría de los europeos se comporten como los alemanes. Si lo hicieran, si todos se convirtieran en grandes ahorradores y exportadores, ¿quién compraría sus productos? Asimismo debe tener en cuenta que muchos considerarán esa eurozona profundizada como una Europa alemana.
Hace 20 años, los alemanes repetían sin cesar el deseo expresado por Thomas Mann tras 1945 de ver “no una Europa alemana sino una Alemania europea”. Hoy se oye en Berlín una variante curiosa: “una Alemania europea en una Europa alemana”. Para asegurar el futuro de Europa en un mundo muy competitivo, no estaría mal tener una Europa algo más “alemana” en el sentido económico. Peor sería tener una Europa griega, por ejemplo. Además, la actitud exigente de Alemania le da a su Gobierno buenos resultados con su opinión pública. Pero no hay que minusvalorar las inquietudes que esa perspectiva también puede suscitar, por ejemplo, en Reino Unido. Al fin y al cabo, si no recuerdo mal, el hecho de que se torciera la primera oportunidad histórica de Alemania tuvo algo que ver con eso. No debemos ignorar los peligros de avanzar sin que exista un acuerdo de toda la UE, aunque queden dos o tres Estados al margen.

La conclusión es evidente. La tarea que tienen los estadistas alemanes, británicos y europeos durante las próximas semanas es encontrar una vía que permita profundizar la eurozona y, al mismo tiempo, preserve la unidad esencial de la UE. Es más fácil decirlo que hacerlo.


Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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