Robert Skidelsky, probablemente el economista vivo que mejor conoce la obra de Keynes, ha escrito recientemente un delicioso artículo en el que dice cosas de perogrullo, pero que a menudo olvidan los hacedores de política económica. Recuerda Skidelsky que durante mucho tiempo se relacionó el endeudamiento con la vida despilfarradora y la apatía; y si una persona se endeudaba, se consideraba un timbre de honor saldar la obligación vendiendo activos, reduciendo el consumo, trabajando más o mediante una combinación de las tres cosas. De hecho, las deudas no satisfechas solían pagarse con la cárcel. No mediante concursos de acreedores en los que las dos partes se ponen de acuerdo sobre la cantidad a devolver.
La misma regla regía para las instituciones. Los bancos nacieron de un procedimiento mediante el cual los orfebres de oro y plata aceptaban depósitos para su custodia a cambio de una pequeña cantidad. Cuando pasaron a ser entidades crediticias, su regla más antigua consistía en mantener reservas líquidas equivalentes a prácticamente el 100% de sus depósitos. Los banqueros, de esta manera, evitaban verse sin fondos en el hipotético caso de que sus clientes retiraran de golpe su dinero. Para nada acudían al endeudamiento masivo (ahora se llama apalancamiento).
Esas prácticas, como se sabe, cayeron en desuso hace ya algún tiempo; pero ya Locke en sus Escritos Monetarios advertía que sólo hay dos maneras de enriquecer a un país sin recursos naturales (él decía ‘sin minas’): mediante la conquista de territorios o a través del comercio. Como lo primero no siempre es posible (afortunadamente, habría que añadir), el pensador inglés recomendaba la segunda opción. Desgraciadamente, sin embargo, sigue habiendo políticos que piensan que hay una tercera elección, que no es otra que elevar la riqueza aparente de los ciudadanos aumentando el endeudamiento hasta límites insoportables.
Se trata, con diferencia, de la peor de las decisiones. Y no por razones estrictamente económicas, sino que tiene que ver con la propia calidad del sistema democrático. Cuando un gobernante endeuda a su país más allá de lo razonable (sería absurdo pensar que toda deuda es mala) lo que en realidad hace es diferir en el tiempo el pago de impuestos. Pero no sólo eso. Oculta la naturaleza del gasto público, lo cual es profundamente antidemocrático.
Mediante el recurso al endeudamiento, no hay un verdadero debate sobre la cantidad de impuestos que hay que pagar al Estado en cada momento para financiar los gastos necesarios para satisfacer los servicios públicos que reclama la comunidad. Se puede dar la paradoja, incluso, de que un gobernante decida bajar los impuestos para ganar las elecciones creando un efecto riqueza entre los ciudadanos y, al mismo tiempo, y por la puerta de atrás, aumente el endeudamiento, lo que en la práctica significa una subida de la presión fiscal, aunque no se note.
El endeudamiento es, en este sentido, un recurso indoloro para la generación que disfruta de un nivel de vida que no le corresponde, y que se beneficia de un volumen de prestaciones no proporcional a la cantidad de impuestos que está dispuesta a pagar. Todo el mundo sabe que alguien tendrá que devolver esas deudas, pero se oculta esa realidad para ganar elecciones. La historia se complica todavía más cuando un gobernante en lugar de acudir a los mercados de capitales para financiarse -lo que obliga a una cierta disciplina fiscal- pide dinero directamente al banco o a la caja de ahorros correspondiente, preferentemente si es del mismo signo político. Las regiones españolas saben mucho de esta ventanilla de último recurso.
Las proteínas del mercado
Lo más sorprendente, sin embargo, es que estas verdades se esconden al debate público, lo cual socava el sistema democrático. Es curioso que quienes critican con mayor dureza el comportamiento ‘especulativo’ de los mercados sean, precisamente, quienes los alimentan con las proteínas que proporciona el endeudamiento público.
Figuras como Krugman son, en este sentido, patéticas. Y no digamos algunos de sus malos imitadores en España. En los últimos años, el premio Nobel no se ha cansado de atacar a los mercados por su carácter arrogante y especulativo, pero al mismo tiempo exige mayor gasto público para afrontar la caída de la demanda y de la actividad económica, lo cual ha acabado por crear un monstruo que ahora devora las economías de los países periféricos. Los mercados son, y como diría Herman Melville, el fantasma de horrible mugido que se sitúa entre el gruñido del Leviatán y el eructo del Vesubio.Estamos, por lo tanto, ante un sinsentido que conduce inexorablemente a un neocolonialismo económico. Y que si nada lo remedia, acabará siendo político
Dominan, como todo el mundo sabe, la escena política. Hasta el punto de que el acuerdo del Eurogrupo sobre la restructuración de la deuda griega no es más que un puntapié a los fundamentos democráticos de la propia Unión Europea. Grecia es hoy un país intervenido (una figura que no aparece en ninguno de los textos fundamentales de la UE) por un Gobierno no democrático que no se presenta a las elecciones. Y lo mismo sucede con Portugal, Irlanda e incluso España, cuya capacidad de maniobra en política económica es irrelevante.
Lo chocante del caso, sin embargo, es que la medicina que le han suministrado a Grecia los países acreedores es, precisamente, la misma que ha llevado al país a la ruina. El Consejo Europeo ha probado nuevas ayudas equivalentes a 109.000 millones de euros. Sin embargo, si Grecia no está en condiciones de devolver los 328.588 millones de euros que hoy debe a sus acreedores (sin contar el endeudamiento privado), no parece razonable pensar que añadiendo otros cien mil millones a la cuenta se pueda resolver el problema.
Estamos, por lo tanto, ante un sinsentido que conduce inexorablemente a un neocolonialismo económico. Y que si nada lo remedia, acabará siendo político. Precisamente, y aquí está la contradicción, por culpa de quienes creen que aumentando el endeudamiento público se solucionarán los problemas. El problema no son los mercados, sino los gobiernos y el propio banco central europeo que han alimentado a la bestia con dinero barato y en cantidad suficiente para hacer temblar los cimientos del euro.
Parece evidente, sin embargo, que la supervivencia de la moneda única sólo podrá articularse mediante la integración de los sistemas fiscales de la eurozona. Sin coordinación de las políticas presupuestarias no hay nada que hacer. Pero no es menos evidente que ese proceso de construcción (incluso la creación de un Ministerio de Hacienda paneuropeo) debe hacerse mediante procedimientos democráticos. De lo contrario, la UE corre el peligro de acabar siendo justo lo contrario para lo que nació. Un espacio de libertad en el que todos sus miembros sean iguales. No es un asunto baladí. Es la esencia de la propia democracia. El euro, como alguien ha dicho, es y será una moneda sin Estado, pero hay que evitar que sea también una divisa sin democracia.
El Confidencial